Hace tiempo que no me preocupan las fechas ni los aviones, ni siquiera decir bien las cosas, decirlas bien como cuando uno cree que está escribiendo algo que debe tener un nombre, un apodo un adjetivo, y le llama texto, o crónica, o poema, y luego dice que está bonito, o bueno, o decente, o indescifrable.
Cuando era joven solía decir que un poema bello e indescifrable era un poema “fraireano”, en alusión al gran poeta Juan Luis Fraire, quien me condujo por los caminos más subterráneos de la poesía, con sus respectivas pausas en páramos donde sólo crecía la decadencia y la locura. Entonces Fraire parecía un extraño Virgilio en estado permanente de ensoñación, dispuesto a exprimirle al dolor todo lo que de poesía contuviera. Lástima que nunca dejó rastro de su paso por la literatura. El día que se marchó, quemó sus libretas marítimas, y se fue, con el humo y la ceniza, sin dejar rastro.
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