martes, 10 de julio de 2007

Lunes 18-09-06
Hoy no ha pasado nada, quizá nunca ha pasado nada, siempre comienzo con una frase así para justificar la falta de dirección. Después finjo que reviso ortografías y gramáticas y sintaxis engorrosas para detener el caudal y nada parece detenerse realmente. Hace unos días tenía la plena convicción de que escribir era algo que podrí hacer bien, lo digo no como una declaración, sino como una confesión que se debate entre la tristeza, la resignación y la vergüenza. Hace días, meses, -debo ser más honesto con esa honestidad filosa que sabemos puede mutilarnos el último reducto de voluntad o amor propio-, debo decirlo con un preámbulo largo y conciliador que no me haga levantar la cabeza en mucho tiempo, debo decirlo como un epitafio, un égloga, una manera sutil pero convincente, dolorosa: Hace años, sí, años que no escribo nada, que no tengo la más mínima intención ni el menor deseo de tocar un papel , un teclado, una idea. Paso calles desiertas, o atiborradas de rostros que dicen algo, recuesto la cabeza contra el vidrio del camión suburbano, quizá llueve o solo es la canícula incrustada de un asiento a otro. Veo tantos rostros, tantos… pienso en lo que piensan, en todo eso que podría ser una historia, y que podría ser la mía, mi vida, como una historia, es más bien un pretexto para no enfrenar eso que no tiene nombre aún , pero existe. Hace poco alguien me dijo que la muesca que tenemos en el labio superior tiene una sencilla finalidad: Cuando llegamos a este mundo, Dios nos da un secreto único, un secreto para cada persona, y cuando creemos saberlo todo, o al menos lo suficiente para llegar a cierta iluminación, viene un ángel, o Dios mismo, y nos pone un dedo que embona justo en medio de esa muesca y dice Shhht, y entonces nos quedamos en silencio, un poco lacónicos, un poco grises, y después de un cierto momento divino, todo vuelve a su mecanismo original. Pero esa también es una excusa. No escribo, hace tiempo, muchísimo tiempo que no escribo. Hablo a veces de libros, diserto, elaboro, analizo, ejecuto con cierta maestría pueril de novato avezado algunas frases críticas de ocasión que suelen apantallar a dos o tres mequetrefes con aires intelectuarios, o alguna mujer que le aburre el sexo y se refugia en la literatura -por extraño que parezca, esta mujeres abundan y sólo tienen sexo por mera adicción mecanicista que no les adolece hasta que encuentran algún libro que las saque de la inercia inicial-. Entonces llego a mi casa y descargo la idea que he venido masticando durante horas, días a veces, la dejo sobre la cama o reposando en la mesa central, vuelvo a mi danza de excusas para no abordarla directamente y después digo “ya es tarde, mañana hay que trabajar. Escribiré otro día” y las ideas se queda allí, serias, con los ojos duros como son los ojos de las ideas, y amenazan con largarse y no regresar nunca. La mayor parte del tiempo así lo hacen.

Sé que en algún lado dejé un par de novelas que en algún momento me exigieron y me cautivaron. A veces creo que algún día las terminaré y podré encontrar reposo, sonreír. Ahora comprendo que la dificultad de escribir no estriba en la falta de talento sino en la falta de pericia, de valor, de disciplina, en todo lo que tenga que ver con enfrentarse a esa idea oscura que tiene nuestro nombre. El escritor no tiene tiempo para sentirse bien, para estar enamorado o ser padre de familia; la obsesión que lo imbuye es superior a todo lo que haya conocido, por ello no tiene tiempo de arrepentirse o dejar el camino a medio recorrer. En este preciso instante no me puedo imaginar tomando otra decisión, no logro visualizarme pensando en otra cosa, pero siempre estoy pensando en el fracaso continuo, y en la condena del éxito, ambos caminos me adolecen, y no podemos descartar que la mediocridad de un punto medio es ya un fracaso declarado.

Desde pequeño he sentido que mientras duermo hay un algo allá afuera, no sé, algo superior a Dios, que está esperando mi momento de mayor amor a la vida para arrebatarme todo. Sé que ya no hay otro camino, y es probable que ha partir de hoy abandone toda expectativa optimista que pueda ofrecer la literatura y entregarme a ella como quien sabe la ubicación exacta de su tumba, como alguien que ha sido arrojado a un extracto de vida en forma de embudo y poco a poco va cayendo, cayendo.

Ya no hay tiempo, troqué mis mejores momentos por un trago, un atardecer o una charla anodina. Un día desperté y supe, comprendí, que ni la muerte tuvo el gesto de anotarme en su lista ¿cómo habría de preocuparle, si fui yo quien firmé, con mi primer llanto amniótico, el contrato que nos concluye? tengo el cerebro entumido, las manos ateridas, las ideas encalladas en un puerto de mar apestoso a desidia e incertidumbre. Querer decir, esa es la cuestión, ¿qué diablos se quiere decir? ¿Para que? el ángel viene bajando, se dispone a poner su dedo emancipador entre mi labio esperando acallar el secreto que me fue otorgado el día de mi nacimiento; ¿para qué escribir? ¿Para qué? quizá para tener el valor de levantar el puño y ahuyentar con maldiciones al ángel, para tener el valor de contar ese secreto.

No hay comentarios: