martes, 22 de julio de 2008

Enero 12 sábado

Aún conservo en la memoria –de manera casi intacta- aquella frase que me regalara un antiguo amigo atormentado con la poesía:
“lo más difícil de un poema es que sea sencillo”

Decía esto con una convicción a prueba de balas y refutas. Explicaba, además, que no debía confundirse lo simple con lo sencillo: Lo primero se inclina irremediablemente hacia lo escueto, lacónico, resumido o breve. Lo sencillo se entiende mejor con lo natural, lo humilde o lo espontáneo.
Caminar en línea recta de Tijuana hasta Chile es simple pero no sencillo. Asesinar a un hombre es simple, pero no sencillo, y así hasta el infinito.

A mi amigo le atormentaba la siguiente paradoja:

“Hacer un poema sencillo no es simple, ni es sencillo”

Tal fue la determinación de sus obsesiones, que un día sin más ni más tomó dos mudas de ropa y se fue a vivir, para siempre, con la gente sencilla.

Nunca más lo volví a ver, pero me dejó al menos el sabio regalo –legado quizá- de sus atormentaciones; y es probable que haya dejado subrepticiamente algunas migas de pan literarias para seguirle la pista; una de ellas la encontré en un libro de Eduardo Galeano donde éste apuntaba sentencioso:

“...la sencillez es la hija de una complejidad de creación que no se nota ni tiene que notarse”

Leí ayer a un poeta llamado Ricardo Solís, ahí encontré a la hermosa hija de la sencillez, y eso me remite sin tregua a otra paradoja:
Su poesía es sin duda un producto bello recién parido de una complejidad de creación que evidentemente no se nota -aunque es evidente que existe-, y es precisamente que no se note, lo que la convierte en una poesía notable.


(Madrugada)
Es la resignación, el refugio de las noches, el consuelo del hombre. Nadie quiere ir a la muerte con los ojos abiertos. Nadie quiere pagar las facturas ajenas. Podríamos hablar de la muerte durante horas hasta llenar el espacio de silbidos y murmullos.
Es cierto, después del amor cuesta mucho trabajo respirar. Las oportunidades salen disparadas al aire.
Ya no hay motivos para detenerse, ni remordimientos, ni segundas opiniones.
Quizá algún día podamos cantar de nuevo nuestra tonta canción de la vida, y robarle flores atómicas al jardín del paraíso. Mientras tanto nos hemos de fumar las uñas hasta medianoche, y volveremos a reír sin argumentos, mientras el gorjeo de una paloma húmeda de tristeza nos despierta al alba, y sentimos que no puede haber más amor más tierno y más puro que aquel que se queda callado. No puede haber amor más puro que el amor a un tomate, o a una puerta vieja, medianamente colgada del brazo de una casa de madera abandonada en el bosque.

Ahora tengo que dejarme caer y esperar la muerte.

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