
Siempre que alguien encuentra una mujer indescifrable –aclaro que dije indescifrable y no incomprensible o incomprendida; adjetivos más bien inclinados al histerismo- uno llega a creer que se encuentra frente a un ente peculiar, único; y algo similar a la deicidad o la egolatría nos insufla como si de alguna manera, quizá determinada por el destino, fuésemos elegidos para otorgar un pedazo importante de nuestras vidas a esta clase de niña-mujer-demonio (aclaro que digo demonio en el sentido más romano del término) y ahí es donde comienza la enfermedad. En palabras mundanas [Aclaro que mundana también implica decir científico: la ciencia se encarga de amputarle toda belleza y misterio a los fenómenos volviéndolos explicables {cabe decir que dije explicables para no usar el lengüeteado término “justificables”, que no debe confundirse con “fundamentables”} (que eso sería tan acomodaticio como -y lo dije ya en otra parte- mutilarse los dedos para hacerlos caber en ciertos guantes pequeños) y eso es lo más lamentable de ese proceso de desvirgamiento que padece la belleza del misterio ante el falo bruto de la ciencia]… en palabras mundanas, podríamos aducir esta sensación al delirio que provoca la obsesión compulsiva codependiente. Bien podríamos atribuir toda esta carga de obsesiones a una mera negociación entre la ciencia y nuestra necesidad de sentirnos amados. Si pudiéramos razonarlo de esta manera y darle a este brete un acabado estético, así como quien pone una cereza sobre un pastel bien horneado (o en su defecto tan mal horneado que la cereza solo pretenda encubrir la falla), podríamos suspirar tranquilos, pero siempre queda esa pregunta existencialista como un cadáver bajo la alfombra de las justificaciones: ¿Y si fuera cierto? ¿Y si ese misterio que siento brotar desde ella y que me atrapa como una ventosa gigante, fuera cierto? entonces diría ¡A la mierda la cientificidad con sus condones morales..!
No hay manera de saberlo, al menos en los años que tengo de salir a las calles buscando mujeres indescifrables -con mi expresión de hombre feliz que se cuelga al hombro su red para cazar mariposas antropófagas- no he logrado hallar la diferencia entre la locura y esa magna certeza de saber que estamos ante un verdadero misterio disfrazado de mujer; en todo caso, si fuese mera locura, mera cerrazón del inconsciente ordenado ¿estaría alguien dispuesto a renunciar a esto y arrojarlo al retrete del concepto psicológico etiquetado de codependencia obsesiva? ¿estaría alguien dispuesto a renunciar a la idea de que la luna es un agujero por donde entra un poco de luz a nuestro abismo; alguien declinaría el derecho a creer -¡sentir!- que el amor es un deseo superior a todo deseo superior? ¿estaría alguien dispuesto a dimitir la capacidad de elevarse unos cuantos centímetros del suelo bebiendo chocolate directamente de los labios amados? no, no siento el mínimo deseo de acostumbrarse al piso, de sonreír bajo la tierra como un estúpido rábano, de saludar al vecino que celebra el crecimiento de mi tedio entre los pelos de las orejas, o de esperar ahogadamente que la muerte me hunda en su agujero como un ancla olvidada en lo más profundo.
Si esto es una enfermedad, no veo razones –lógicas o disparatadas o de las que sean- para curarse de ella.
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